EXPRESS
Recordada
por su gran oratoria, la mexicana Lucy González será recordada por ser
viuda de Albert Parsons, uno de los cinco mártires de Chicago, pero tuvo
por sí misma un gran protagonismo en la organización de las obreras,
principalmente en las fábricas de textiles. Aún en 1920 la policía de
Chicago la consideraba «más peligrosa que mil insurrectos».
Nació esclava en 1853, en un poblado de Texas, territorio que cinco
años antes había pertenecido a México. Fue hija de una negra mexicana y
un indio de Alabama. Quedó huérfana a los tres años. Apenas pudo
trabajar, ya que la enviaron a los campos de algodón.
Se casó a los 19 años con Albert Parsons, joven veterano de la Guerra
de Secesión (1860- 1864). Casi eran una pareja ilegal: las «mezclas»
raciales estaban prácticamente prohibidas en los estados sureños. La
vida social no era fácil, y menos siendo de los pocos activistas por los
derechos de los negros en tierras de racistas. Las amenazas constantes
que recibían les obligaron a partir hacia Chicago, en 1873.
Aun
no habían desempacado los pocos bártulos que poseían y ya participaban
de la vida política. Para poder comer, Lucy se dedicó a elaborar ropa
femenina en casa, y él trabajó en una imprenta. Ella empezó a escribir,
de forma gratuita, en el periódico The Socialist. Luego ayudaron a fundar The Alarm,
vocero de la Asociación Internacional de Trabajadores. Ella escribía
sobre el desempleo, el racismo o la función de las mujeres en la
política.
Lucy tuvo un gran protagonismo en la organización de las obreras,
principalmente en las fábricas de textiles. Eran las más explotadas. Ni
sus dos embarazos fueron impedimento: casi salió de reuniones en las
factorías, a los partos. Con el apoyo de Albert se dedicó a colaborar en
la creación de la Unión de Mujeres Trabajadoras de Chicago,
organización que fue reconocida en 1882 por la Orden de los Nobles
Caballeros del Trabajo, una especie de federación. Un gran triunfo:
hasta ese momento no se aceptaba la militancia femenina.
Siempre contaba con Albert. Y Albert con ella. De él no sólo tenía el
apoyo político, sino que compartían la atención a los hijos y al hogar.
Fue en ese momento cuando la lucha por la jornada de 8 horas se
convirtió en la principal reivindicación nacional. Hasta entonces todos
los trabajadores, incluidas niñas y mujeres, debían trabajar 15 o 18
horas para ganar apenas con qué comer. El presidente estadounidense
Andrew Johnson había promulgado una Ley que establecía la jornada de
ocho horas, pero en casi ningún estado se quiso aplicar. Los
trabajadores llamaron a una huelga para el primero de mayo de 1886. La
reacción de la prensa fue virulenta. El 29 de abril el Indianapolis Journal hablaba de «las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos».
Albert Parsons, uno de los mártires de Chicago, junto a su mujer Lucy González.
Como en otras ocasiones, Lucy y Albert marcharon junto a sus hijos. Los Parsons habían estado tensos y expectantes porque el Chicago Mail,
en su editorial, había tratado a Albert y a otro compañero de lucha de
«rufianes peligrosos en libertad». Y exigía en sus páginas: «Señálenlos
hoy. Manténganlos a la vista. Indíquenlos como personalmente
responsables de cualquier dificultad que ocurra».
En Chicago, donde las condiciones de los trabajadores eran peor que
en otras ciudades, las huelgas y las movilizaciones continuaron. Para el
día 4 se convocó a un acto en el Haymarket Square. Albert fue uno de
los oradores.
El acto terminó en total orden. Habían participado unas 20 mil
personas. Empezó a llover y los manifestantes se fueron marchando. Los
Parsons decidieron tomar chocolate en el Salón Zept’s cuando quedaban
unos 200 manifestantes. Fue entonces cuando un grueso contingente de
policías cargó contra todos ellos. Una bomba de fabricación casera
explotó matando a un oficial, y los uniformados abrieron fuego. Nunca se
informó sobre la cantidad exacta de muertos. Se declaró el estado de
sitio y el toque de queda. En los días siguientes se detuvo a cientos de
obreros. Algunos fueron torturados.
De la bomba fueron acusadas 31 personas, de las cuales 8 quedaron
incriminadas. El 21 de junio empezó el juicio. Después de discutir la
situación con Lucy, Albert apareció ante la Corte exclamando: «Nuestras
Honorabilidades, he venido para que se me procese junto a todos mis
inocentes compañeros». El juicio fue una burla a la justicia y a las
normas procesales. La prensa se lanzó en una campaña condenatoria. Fue
un juicio político porque no se podía comprobar nada. Fue un
linchamiento. El Jurado declaró culpables a los ocho acusados: De ellos,
tres fueron condenados a prisión y cinco a la horca. Parsons estuvo
entre los condenados a muerte.
En
la sala hizo presencia el periodista José Martí, futuro apóstol de la
independencia de Cuba. El 21 de octubre, el diario argentino La Nación
le publicó un artículo. En él describía la actitud de Lucy cuando se
dictaba sentencia: «Allí estaba la mulata de Parsons, implacable e
inteligente como él, que no pestañea en los mayores aprietos, que habla
con feroz energía en las juntas públicas, que no se desmaya como las
demás, que no mueve un músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera
[…] Ella aprieta el rostro contra su puño cerrado. No mira; no responde;
se le nota en el puño un temblor creciente…».
Lucy, acompañada de sus hijos, empezó a recorrer el país durante casi
un año. Explicaba el caso. Hablaba de noche y viajaba de día. Escribió
centenares de cartas a sindicatos y distintas autoridades, tanto de
Estados Unidos como de todo el mundo. La solidaridad que nació fue
inmensa. Pero aún así, el 11 de noviembre de 1887 se cumplió la
sentencia. Años más tarde, Lucy recordaría la mañana en que llevó a sus
hijos hasta donde tenían a los condenados. Ella pidió que dejaran a los
niños dar a su padre el último adiós, pero la respuesta fue retenerlos.
«Nos quedamos encerrados en la estación de policía, mientras que el
infernal delito se consumaba», escribía.
Poco antes de que lo ahorcaran, Albert le escribió a Lucy: «Tú eres
una mujer del pueblo y al pueblo te lego…». El 1 de Mayo, como Día
Internacional de los Trabajadores y Trabajadoras, fue acordado en el
Congreso Obrero Socialista, celebrado en París en 1889. Era el homenaje a
los cinco mártires de Chicago. Al año siguiente se conmemoró por
primera vez. Lucy participó en la manifestación realizada en Chicago. Ya
era conocida como «la Viuda Mexicana de los mártires de Chicago». Y los
patrones ya aplicaban la jornada de 8 horas. El sacrificio no había
sido en vano.
Tras el ahorcamiento de su esposo, Lucy siguió recorriendo el país,
organizando a las trabajadoras y escribiendo en periódicos sindicales.
En junio de 1905 estuvo presente en la constitución de la organización
Trabajadores Industriales del Mundo, en Chicago. Solo 12 mujeres
participaron, y ella fue la única que se atrevió a tomar la palabra.
«Nosotras, las mujeres de este país, no tenemos derecho a ningún voto.
La única manera de estar representadas es tomar a un hombre para
representarnos […] y yo me sentiría rara al pedirle a un hombre que me
represente […] Somos esclavas de los esclavos…». Finalizó su discurso
expresando: «¡No hay poder humano que pueda detener a los hombres y
mujeres que están decididos a ser libres!».
Siempre tuvo enfrentamientos con las feministas. Poco las soportaba.
Catalogaba al feminismo como algo típico de la clase media. Sostenía que
servía más para confrontar a mujeres contra hombres. Repetía que la
liberación de las mujeres llegaría con la emancipación de la clase
obrera de la explotación capitalista.
Con 80 años de edad, Lucy continuaba dictando discursos en la Plaza
Bughouse de Chicago. Seguía asesorando, formando. En febrero de 1941, a
sus 88 años, hizo la última aparición pública. Al año siguiente, el 7 de
marzo, ya ciega, la muerte la sorprendió al incendiarse su casa. Aun
muerta la policía la seguía considerando una amenaza: sus miles de
documentos y libros fueron confiscados.
—
Este texto (modificado para su publicación un Primero de Mayo) forma parte del libro Latinas de falda y pantalón, de Hernando Calvo Ospina. Un recopilatorio de 33 breves historias de mujeres que cambiaron el curso de la historia.
Aparte de este pasaje relacionado con las revueltas del 1 de mayo de
1886 en Chicago, proponemos algunas lecturas para este Día del
Trabajador. Lecturas sobre trabajo, globalización, condiciones
laborales, luchas sindicales y explotación. Libros para repensar
el Primero de Mayo y reivindicar la lucha de aquellos que, como los
mártires de Chicago, no descansan en su ímpetu por conseguir mejores
condiciones.
Globalización y trabajo, de Ronaldo Munck
Hoy está de moda que se nos considere fundamentalmente
como consumidores, pero el mundo de la producción y los servicios
todavía nos necesita como trabajadores. Mientras la globalización, al
menos durante las dos últimas décadas, ha estado marcada por la búsqueda
de trabajo barato en las regiones del Sur por parte de las empresas
transnacionales, los sociólogos y los medios de comunicación han
prestado poca atención a los cambios que aquélla ha provocado en el
mundo del trabajo. Este libro es el primero en que se analiza de forma
comprehensiva la respuesta del trabajo a la globalización, y en él se
muestra un panorama crítico de esos cambios que afrontan los
trabajadores y los sindicatos de todo el mundo.
La lucha de clases, de Domenico Losurdo
La
crisis económica se ha cebado en los trabajadores, y cada vez se oye
hablar más de la necesidad del retorno de la lucha de clases. ¿Pero
estamos seguros de que esta había desaparecido? Porque la lucha de
clases no es sólo un conflicto entre la clase propietaria y los
trabajadores que dependen de ella. También lo es “la explotación de una
nación por otra”, como denunció Marx, y “la opresión de la mujer por el
macho”, como escribió Engels. Así pues, estamos en presencia de tres
diferentes formas de lucha de clases, dirigidas a cambiar radicalmente
la división del trabajo y las relaciones de explotación y opresión que
existen a nivel internacional, o en un solo país, o en el seno de la
familia. La teoría de la lucha de clases es hoy más necesaria que nunca,
a condición de que no derive en un populismo fácil que lo reduzca todo a
un choque entre “humildes” y “poderosos”, haciendo caso omiso de la
multiplicidad de las formas del conflicto social.
Trabajadores precarios trabajadores sin derechos, de Daniel Lacalle
Trabajadores precarios, trabajadores sin derechos
es una aproximación a la situación de los trabajadores que viven y
trabajan en España, a comienzos del siglo XXI, situación que se
caracteriza por su precariedad laboral y social, a veces al borde o
dentro de la pobreza y la exclusión, junto con el recorte e incluso la
negación de los derechos reconocidos en nuestro ordenamiento
legislativo a lo que se añade en multitud de ocasiones la práctica
imposibilidad del ejercicio de esos derechos debido a la asimetría de la
relación empleador / asalariado, o subcontratado, típica del
capitalismo y exacerbada en la actualidad con el impulso al
individualismo observable en nuestra sociedad.
Flexibles y precarios, de Joaquín Arriola y Luciano Vasapollo
Hoy,
el derrumbe del modelo fordista ha llevado al nacimiento de nuevos
modelos de la llamada acumulación flexible. A pesar de que el proceso
que ha caracterizado el desarrollo de los últimos veinte años ha estado
marcado por un fuerte aumento de la productividad, el «factor trabajo»
no ha obtenido ningún tipo de beneficio en términos de redistribución
real de tales incrementos de productividad. En realidad, no se ha
producido un aumento ocupacional, ni aumento de los salarios reales, ni
reducciones significativas en el horario de trabajo, que actualmente se
mantiene no muy lejos del habitual a finales de los años 50 del siglo
XX. Flexibilidad y precariedad son las banderas que, en aras de la
competitividad, enarbola la denominada «New Economy», bajo cuya máscara
se oculta un crecimiento destructivo sin ningún aporte al desarrollo
social ni mejora del bienestar. Pero los trabajadores no tienen por qué
asistir pasivamente al recorte constante de sus ingresos directos e
indirectos. Pueden tomarse medidas que permitan recuperar parte de los
ingentes beneficios producidos por esos extraordinarios incrementos de
productividad. Aquí, Arriola y Vasapollo sugieren algunas.
La explotación, de Diego Guerrero
La explotación de los trabajadores sigue
siendo, hoy como ayer, la esencia misma del modo de producción
capitalista. Sin embargo, la invasiva ideología neoliberal ha conseguido
que ya no se hable de explotación en los países con un contexto social
más avanzado, como si no existiera la realidad de la explotación en los
países del capitalismo desarrollado. Se habla, sí, de la explotación de
los niños en Asia, que realizan jornadas agotadoras con sueldos de
hambre. Pero en nuestro contexto, como no aparece en la TV, se diría que
la explotación no existe. De hecho, como demuestra este libro, sucede
todo lo contrario: mientras más desarrollada está la productividad del
trabajo colectivo de una sociedad, mayor grado de explotación
experimentan sus trabajadores. Porque la explotación tiene que ver con
la evolución del salario relativo y no con el salario real. Y, además,
porque si es verdad que los salarios reales tienden a crecer a largo
plazo, ni lo hacen siempre ni hay seguridad de que lo vayan a hacer
siempre.
La clase obrera en España, de Daniel Lacalle
La
clase obrera en España ha sufrido una radical transformación interna en
los últimos 40 años, los que van desde el final de la dictadura
franquista e inicios de la transición hasta nuestros días. El conjunto
de los asalariados ha pasado de estar caracterizado por el obrero
«fordista» a estar masivamente representado por el trabajador precario.
Entre 7 y 8 trabajadores de cada diez, no todos asalariados por cuenta
ajena, están en condiciones de precariedad de uno u otro tipo.Dividido
en cuatro bloques, el autor analiza las que para él han sido las claves
esenciales que explican esta transformación.
JUICIOS QUE HICIERON HISTORIA.
LOS MÁRTIRES DE CHICAGO Y LA CRÓNICA DE MARTÍ.
LA JORNADA DE OCHO HORAS. LOS MÁRTIRES DE CHICAGO.
En el siglo XIX, la lucha por la jornada de ocho horas, provocó
un movimiento internacional que se tradujo en innumerables actos,
movilizaciones y huelgas, en las que se destacan por la combatividad que
ponen en ello, los militantes del anarquismo.
En Estados Unidos, ya en 1829, se registra un petitorio
presentado en la legislatura del Estado de Nueva York. Para 1886,
diecinueve Estados y un Territorio, tenían leyes que regularon una
jornada legal que iba entre las ocho y las diez horas.
En 1886, en la ciudad de Chicago, Estado de Illinois, centro
industrial sumamente importante, las condiciones de trabajo eran
extenuantes y el movimiento obrero bregaba por conseguir el límite
legal, llegando a la huelga en reiteradas oportunidades.
La represión se manifestó con particular violencia. Poco
tiempo antes de los hechos de Chicago, en Milwaukee, una de esas huelgas
había provocado una represión policial que dejó nueve muertos y un
tendal de heridos. Hechos de ese tenor se repitieron en en Filadelfia,
Louisville, Saint Louis, Baltimore.
Las movilizaciones que se llevaron a cabo el 1º de Mayo de
1886, en Chicago sucedían en ese contexto y encontraron en el
empresariado local y la prensa que respondía a sus intereses una dura
resistencia.
Las
empresas contestaron el lock out patronal y un movimiento de cerca de
40.000 trabajadores en huelga, llevaba actos de denuncia de la situación
e insistía en el reclamo de establecimiento de la jornada máxima de
ocho horas.
Uno de esos
actos sucedió el 3 de mayo, frente a las grandes fábricas de
maquinarias agrícolas McCormick Hervester Works, cuando un grupo de
huelguistas se enfrentó con los esquiroles y la policía privada (los
pinkerton) contratados por la patronal. La policía reprimió salvajemente
a obreros, incluidos sus compañeros y niños y dejó por lo menos seis
muertos entre ellos y más de cincuenta heridos.
La huelga se endureció y los actos de repudio y organización
del sepelio de los muertos y ayuda de los heridos se sucedieron.
Al día siguiente, culminaron esas movilizaciones, en un acto
público que había sido autorizado por el Alcalde de la ciudad y al que
había acudido personalmente para controlarlo. El acto se llevó a cabo en
Haymarket Square, en el centro del distrito de aserraderos y
frigoríficos y a media cuadra de la comisaría que allí existía. Cuando
el acto estaba terminando y quedaban un pequeño grupo de trabajadores
escuchando al último orador de los muchos que habían hablado en la
improvisada tribuna, y el Alcalde ya se había retirado del lugar, un
fuerte contingente policial carga sin que nada autorizase a tal hecho,
sobre la multitud y en esas circunstancias, una bomba arrojada contra
los policías, provoca la muerte de uno de ellos.
Nunca se pudo identificar debidamente al autor del atentado, ni
llegar a saber ni siquiera, si era una acto de provocación,
instrumentado desde los grupos de represión.
Lo cierto es que se montó sobre el hecho un infame proceso judicial, cargado de corrupción, venalidad y abusos.
Los organizadores de los actos y militantes más conocidos, eran
anarquistas y como tales fueron juzgados. Se usó el proceso para poner
en juicio al anarquismo y por medio de la justicia, sentar un fallo
aleccionador, que condenando a ocho inocentes del asesinato ocurrido,
reprobó a esa ideología y sembró el espanto entre los trabajadores que
la seguían.
Los mártires
de Chicago fueron : Michael Schwab, Louis Lingg, Adolh Fisher, Samuel
Fielden, Albert R. Parsons, Hessois Auguste Spies, Oscar Neebe, George
Engel.
Louis Lingg, el
día anterior a su ejecución, apareció en su celda herido de muerte, con
un cartucho de dinamita explotado en su boca. Se duda si se trató de
hacer pasar esto como un suicidio o fue un acto inmolación para
conseguir el indulto de los compañeros.
Cuatro de los procesado, fueron ejecutados por la horca.
La noticia de su ejecución sacudió al mundo. José Martí, para
entonces corresponsal del diario La Nación, publicó el 11 de noviembre
de 1886, una crónica que sacudió la conciencia social de los argentinos y
terminó así:
"Ya vienen por el
pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el
alcalde; al lado de cada reo marcha un corchete; Spies va a paso grave,
desgarrados los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado,
magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose
por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos
miembros. Engel anda detrás, a la manera de quien va a una casa amiga;
sacudiéndose el sayo incómodo con los talones. Parsons, como si no
tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso
vivo. Acaba el corredor y ponen el pié en la trampa; las cuerdas
colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas... Una seña, un
ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos se caen a la vez en el aire,
dando vueltas y chocando...".
Los otros tres condenados a prisión, fueron Feelden, Neebe y Schwab.
Siete
años más tarde, en 1893, un nuevo gobernador del Estado de Illinois,
John Peter Altgeld[1], a partir de un petitorio de 60.000 firmas,
apoyado entre otros por grandes figuras jurídicas y políticas
estadounidenses, como Clarence Darrow, el capitán Black y Schilling,
revisó el infame proceso judicial, demostró los torpes vicios con que
había sido sustanciado y reconociendo la inocencia de los condenados,
ordenó su perdón absoluto y los indultó.
Los fragmentos de las palabras de los condenados en ese funesto
juicio amañado desde el poder, forman parte de los alegatos más
significativos que la humanidad registra. [2]
Recogemos como ejemplo estas palabras de George Engel, de oficio impresor, ante el tribunal que lo condenó a muerte:
“Es
la primera vez que comparezco ante un tribunal norteamericano, en él
se me acusa de asesino. ¿ Y por qué razón estoy aquí ? ¿ Por qué razón
se me acusa de asesino ? Por al misma que me hizo abandonar Alemania :
por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora.
“Aquí
también, en esta “República libre”, en el país más rico de la tierra,
hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que
como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres
humanos buscando con qué alimentarse en los montones de basura de las
calles.
[...] “Cuando en 1878
vine desde Filadelfia a este ciudad creí que iba a hallar más fácilmente
medios de vida aquí, en Chicago, que en aquella ciudad, donde me
resultaba imposible vivir por más tiempo. Por mi desilusión fue
completa. Entonces comprendía que para el obrero no hay diferencia entre
Nueva York, Filadelfia y Chicago, así como no lo hay entre Alemania y
esta tan ponderada república. Un compañero de taller me hizo comprender,
científicamente, la causa de que en este país rico no pueda vivir
decentemente el proletariado. Compré libros para ilustrarme más y yo,
que había sido político de buena fe, abominé de la política y de las
elecciones y comprendí que todos los partidos estaban degradados y que
los mismos socialistas demócratas caían en la corrupción más completa.
Entonces comprendía que para el obrero no hay diferencia entre Nueva
York, Filadelfia y Chicago, así como no la hay entre Alemania y ésta tan
ponderada república. Un compañero de taller me hizo comprender,
científicamente, la causa de que en este país rico no pueda vivir
decentemente el proletario. Compré libros para ilustrarme más y yo, que
había sido político de buena fe, abominé de la política y de las
elecciones y comprendí que todos los partidos estaban degradados y que
los mismo socialistas demócratas caían en la corrupción demócratas caían
en la corrupción más completa.
“Entonces
entré en la Asociación Internacional de los Trabajadores. Los miembros
de esta Asociación estamos convencidos de que sólo por la fuerza podrán
emanciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la historia enseña.
En ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros
colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue abolida la
esclavitud y que, así como fue ahorcado el primero que este país agitó a
la opinión contra la esclavitud vamos a ser ahorcados nosotros [...]
“¿ En qué consiste mi crimen ?
“En
que ha trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea
imposible que mientras unos amontonen millones [...] otros caen en la
degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para
todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben
ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición
con las de la naturaleza y mediante ellas robáis a las masas el derecho
a la vida, a la libertad y al bienestar [...]
“La
noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo estaba en
mi casa y no sabía una palabra de la “conspiración” que pretende haber
descubierto el ministerio público. Es cierto que los conozco por
haberlos visto en las reuniones de trabajadores. No niego tampoco que
hablado en varios mitines ni niego haber pronto sería derribado el
sistema capitalista imperante.
Esa
es mi opinión y mi deseo [pero] no combato individualmente. Mi más
ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y
quiénes sus amigos.
[1]
Una muy conocida novela biográfica de ese gobernador demócrata, que
pagó el fin de su carrera política y la justificada aspiración a ser
presidente, a partir de la campaña en su contra orquestada por haber
tenida de tomar esa medida, fue escrita por Howard Fast, “El americano.
Una leyenda del medio oeste”. Claridad, Buenos Aies, 1958.
[2]
Ver: SELSER, Gregorio; “Los mártires de Chicago”, pag. 257, “Historia
del movimiento obrero ”, tomo 2, Centro Editor de América Latina, Bs.
As., Arg., con cita de Pierre Ramus, Der Justizmond von Chicago, Zum
Amgedenken, 11, november 1887.
JOSÉ MARTÍ Y SU CRÓNICA PARA EL DIARIO LA NACIÓN.
José
Martí, envió al diario La Nación ésta comunicaciòn referida al infame
cumplimiento de una sentencia que conmovió al mundo. El diario porteño,
publicó un extracto de esta carta.
Nueva York, Noviembre 13 de 1887.
Señor Director de La Nación:
Ni
el miedo a las justicias sociales, ni la simpatía ciega por los que las
intentan, debe guiar a los pueblos en sus crisis, ni al que las narra.
Sólo
sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por su
enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus
errores. No merece el dictado de defensor de la libertad quien excusa
sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su
defensa.
Ni merecen perdón los
que, incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen inspira,
juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de
que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En
procesión solemne, cubiertos los féretros de flores y los rostros de
sus sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro
anarquistas que sentenció Chicago a la horca, y el que por no morir en
ella hizo estallar en su propio cuerpo una bomba de dinamita que llevaba
oculta en los rizos espesos de su cabello de joven, su selvoso cabello
castaño.
Acusados de autores o
cómplices de la muerte espantable de uno de los policías que, intimó la
dispersión del concurso reunido, para protestar contra la muerte de seis
obreros, a manos de la policía, en el ataque a la única fábrica que
trabajaba a pesar de la huelga: acusados de haber compuesto y ayudado a
lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió
por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto,
causó después la muerte a seis más y abrió en otros cincuenta heridas
graves, el juez, conforme al veredicto del jurado, condenó a uno de los
reos a quince años de penitenciaría y a pena de horca a siete.
Jamás,
desde la guerra del Sur, desde los días trágicos en que John Brown
murió como criminal por intentar solo en Harper’s Ferry lo que como
corona de gloria intentó luego la nación precipitada por su bravura,
hubo en los Estados Unidos tal clamor e interés alrededor de un cadalso.
La
república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para
que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de
los presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas
contra el país iracundo, no arrebatásen al cadalso los siete cuerpos
humanos que creía esenciales a su mantenimiento.
Amedrentada
la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo
súbito de las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus
jefes, por el deslinde próximo de la población nacional en las dos
clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades
europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la
complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del
fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a
la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a
las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al
crimen, junto con el acerbo encono del irlandés despótico que mira a
este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de
parte de los privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una
batalla mal ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de
los que padecen de los mismos males, el mismo desamparo, el mismo
bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo
constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de
remediarlos que les embotó el juicio.
Avergonzados
los unos y temerosos de la venganza bárbara los otros, acudieron, ya
cuando el carpintero ensamblaba las vigas del cadalso, a pedir merced al
gobernador del Estado, anciano flojo rendido a la súplica y a la
lisonja de la casta rica que le pedía que, aun a riesgo de su vida,
salvara a la sociedad amenazada.
Tres
voces nada más habían osado hasta entonces interceder, fuera de sus
defensores de oficio y sus amigos naturales; por los que, so pretexto de
una acusación concreta que no llegó a probarse, so pretexto de haber
procurado establecer el reino del terror, morían víctimas del terror
social: Howells, el novelista bostoniano que al mostrarse generoso
sacrificó fama y amigos; Adler, el pensador cauto y robusto que
vislumbra en la pena de nuestro siglo el mundo nuevo; y Train, un
monomaníaco que vive en la plaza pública dando pan a los pájaros y
hablando con los niños.
Ya, en danza horrible, murieron dando vueltas en el aire, embutidos en sayones blancos.
Ya,
sin que haya más fuego en las estufas, ni más pan en las despensas, ni
más justicia en el reparto social, ni más salvaguardia contra el hambre
de los útiles, ni más luz y esperanza para los tugurios, ni mas bálsamo
para todo lo que hierve y padece, pusieron en un ataúd de nogal los
pedazos mal juntos del que, creyendo dar sublime ejemplo de amor a los
hombres aventó su vida, con el arma que creyó revelada para redimirlos.
Esta república, por el culto desmedido a la riqueza, ha caído, sin
ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y
violencia de los países monárquicos.
Como
gotas de sangre que se lleva la mar eran en los Estados Unidos las
teorías revolucionarias del obrero europeo, mientras con ancha tierra y
vida republicana, ganaba aquí el recién llegado el pan, y en su casa
propia ponía de lado una parte para la vejez.
Pero
vinieron luego la guerra corruptora, el hábito de autoridad y dominio
que es su dejo amargo, el crédito que estimuló la creación de fortunas
colosales y la inmigración desordenada, y la holganza de los desocupados
de la guerra, dispuestos siempre, por sostener su bienestar y por la
afición fatal del que ha olido sangre, a servir los intereses impuros
que nacen de ella.
De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada.
Los inmigrantes europeos denunciaron con renovada ira los males que creían haber dejado tras sí en su tiránica patria.
El
rencor de los trabajadores del país, al verse víctimas de la avaricia y
desigualdad de los pueblos feudales, estalló con más fe en la libertad
que esperan ver triunfar en lo social como triunfa en lo político.
Habituados
los del país a vencer sin sangre por la fuerza del voto, ni entienden
ni excusan a los que, nacidos en pueblos donde el sufragio es un
instrumento de la tiranía, sólo ven en su obra despaciosa una faz nueva
del abuso que flagelan sus pensadores, desafían sus héroes, y maldicen
sus poetas. Pero, aunque las diferencias esenciales en las prácticas
políticas y el desacuerdo y rivalidad de las razas que va se disputan la
supremacía en esta parte del continente, estórbansen la composición
inmediata de un formidable partido obrero con unánimes métodos y fines,
la identidad del dolor aceleró la acción concertada de todos los que lo
padecen, y ha sido necesario un acto horrendo, por más que fuese
consecuencia natural de las pasiones encendidas, para que los que
arrancan con invencible ímpetu de la misma desventura interrumpan su
labor, su labor de desarraigar y recomponer, mientras quedan por su
ineficacia condenados los recursos sangrientes de que por un amor
insensato a la justicia echan mano los que han perdido fe en la
libertad.
En el Oeste recién
nacido, donde no pone tanta traba a los elementos nuevos la influencia
imperante de una sociedad antigua, como la del Este, reflejada en su
literatura y en sus hábitos; donde la vida como más rudimentaria
facilita el trato íntimo entre los hombres, más fatigados y dispersos en
las ciudades de mayor extensión y cultura; donde la misma rapidez
asombrosa del crecimiento, acumulando los palacios de una parte y las
factorías, y de otra la miserable muchedumbre, revela a las claras la
iniquidad del sistema que castiga al más laborioso con el hambre, al más
generoso con la persecución, al padre útil con la miseria de sus hijos,
-en el Oeste, donde se juntan con su mujer y su prole los obreros
necesitados a leer los libros que enseñan las causas y proponen los
remedios de su desdicha; donde justificados a sus propios ojos por el
éxito de sus fábricas majestuosas, extreman los dueños, en el precipicio
de la prosperidad, los métodos injustos y el trato áspero con que la
sustentan; donde tiene en fermento a la masa obrera la levadura alemana,
que sale del país imperial, acosada e inteligente, vomitando sobre la
patria inicua las tres maldiciones terribles de Heine; en el Oeste y en
su metrópoli Chicago sobre todo, hallaron expresión viva los
descontentos de la masa obrera, los consejos ardientes de sus amigos, y
la rabia amontonada por el descaro e inclemencia de sus señores.
Y
como todo tiende a la vez a lo grande y a lo pequeño, tal como el agua
que va de mar a vapor y de vapor a mar, el problema humano, condensado
en Chicago por la merced de las instituciones libres, a la vez que
infundía miedo o esperanza por la república y el mundo, se convertía, en
virtud de los sucesos de la ciudad y las pasiones de sus hombres, en un
problema local, agrio y colérico.
El odio a la injusticia se trocaba en odio a sus representantes.
La
furia secular, caída por herencia, mordiendo y consumiendo como la
lava, en hombres que, por lo férvido de su compasión, veíanse como
entidades sacras, se concentró, estimulada por los resentimientos v sus
dudas individuales, sobre los que insistían en los abusos que la
provocan. La mente, puesta a obrar, no cesa; el dolor, puesto a bullir,
estalla; la palabra, puesta a agitar, se desordena; la vanidad, puesta a
lucir, arrastra; la esperanza, puesta en acción, acaba en el triunfo o
la catástrofe: “¡para el revolucionario, dijo Saint-Just, no hay más
descanso que la tumba!”
¿Qué
revela apenas a las mentes sumas que ven hervir el mundo sentados, con
la mano sobre el sol, en la cumbre del tiempo? ¿Quién que trata con
hombres no sabe que, siendo en ellos más la carne que la luz, apenas
conocen lo que palpan, apenas vislumbran la superficie, apenas ven más
que lo que les lastima o lo que desean; apenas conciben más que el
viento que les da en el rostro, o el recurso aparente, y no siempre
real, que puede levantar obstáculo al que cierra el paso a su odio,
soberbia o apetito? ¿Quién que sufre de los males humanos, por muy
enfrenada que tenga su razón, no siente que se le inflama y extravía
cuando ve de cerca, como si le abofetéasen, como si lo cubriesen de
lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias
sociales que bien pueden mantener en estado de constante locura a los
que ven podrirse en ellas a sus hijos y a sus mujeres?
Una
vez reconocido el mal, el ánimo generoso sale a buscarle remedio: una
vez agotado el recurso pacífico, el ánimo generoso, donde labra el dolor
ajeno como el gusano en la llaga viva, acude al remedio violento.
¿No lo decía lo decía Desmoulins? “Con tal de abrazar la libertad, ¿qué importa que sea sobre montones de cadáveres?”
Cegados
por la generosidad, ofuscados por la vanidad, ebrios por la
popularidad, adementados por la constante ofensa, por su impotencia
aparente en las luchas del sufragio, por la esperanza de poder
constituir en una comarca naciente su pueblo ideal, las cabezas vivas de
esta masa colérica, educadas en tierras donde el voto, apenas nace, no
se salen de lo presente, no osan parecer débiles ante los que les
siguen, no ven que el único obstáculo en este pueblo libre para un
cambio social sinceramente deseado está en la falta de acuerdo de los
que lo solicitan, no creen, cansados ya de sufrir, y con la visión del
falansterio universal en la mente, que por la paz pueda llegarse jamás
en el mundo a hacer triunfar la justicia.
Júzganse
como bestias acorraladas. Todo lo que va creciendo les parece que crece
contra ellos. “Mi hija trabaja quince horas para ganar quince
centavos.” “No he tenido trabajo este invierno porque pertenezca a una
junta de obreros”
El juez los sentencia.
La policía, con el orgullo de la levita de paño y la autoridad, temible en el hombre inculto, los aporrea y asesina.
Tienen frìo y hambre, viven en casas hediondas.
¡América es, pues, lo mismo que Europa!
No
comprenden que ellos son mera rueda del engranaje social, y hay que
cambiar, para que ellas cambien, todo el engranaje. El jabalí perseguido
no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar
grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un
tronco oscuro, hunde el colmillo en el vientre de su perseguidor, y le
vuelca el redaño.
¿Dónde hallará
esa masa fatigada, que sufre cada día dolores crecientes, aquel divino
estado de grandeza a que necesita ascender el pensador para domar la ira
que la miseria innecesaria levanta? Todos los recursos que conciben, ya
los han intentado. Es aquel reinado del terror que Carlyle pinta, “la
negra y desesperada batalla de los hombres contra su condición y todo lo
que los rodea”.
Y así como la
vida del hombre se concentra en la médula espinal, y la de la tierra en
las masas volcánicas, surgen de entre esas muchedumbres, erguidos y
vomitando fuego, seres en quienes parece haberse amasado todo su horror,
sus desesperaciones y sus lágrimas.
Del infierno vienen: ¿qué lengua han de hablar sino la del infierno?
Sus discursos, aún leìdos, despiden centellas, bocanadas de humo, alimentos a medio digerir, vahos rojizos.
Este
mundo es horrible: ¡créese otro mundo!; como en el Sinaí, entre
truenos: como en el Noventa y Tres, de un mar de sangre: “¡mejor es
hacer volar a diez hombres con dinamita, que matar a diez hombres, como
en las fábricas, lentamente de hambre!”
Se vuelve a oír el decreto de Moctezuma: “¡Los dioses tienen sed!”
Un
joven bello, que se hace retratar con las nubes detrás de la cabeza y
el sol sobre el rostro, se sienta a una mesa de escribir, rodeado de
bombas, cruza las piernas, enciende un cigarro, y como quien junta las
piezas de madera de una casa de juguete, explica el mundo justo que
florecerá sobre la tierra cuando el estampido de la revolución social de
Chicago, símbolo de la opresión del universo, reviente en átomos.
Pero
todo era verba, juntas por los rincones, ejercicios de armas en uno que
otro sótano, circulación de tres periódicos rivales entre dos mil
lectores desesperados y, propaganda de los modos novísimos de matar -¡de
que son más culpables los que por vanagloria de libertad la permitían
que los que por violenta generosidad la ejercitaban!
Donde
los obreros enseñaron más la voluntad de mejorar su fortuna, más se
enseñó por los que la emplean la decisión de resistirlos.
Cree
el obrero tener derecho a cierta seguridad para lo porvenir, a cierta
holgura y limpieza para su casa, a alimentar sin ansiedad los hijos que
engendra, a una parte más equitativa en los productos del trabajo de que
es factor indispensable, alguna hora de sol en que ayudar a su mujer a
sembrar un rosal en el patio de la casa, a algún rincón para vivir que
no sea un tugurio fétido donde, como en las ciudades de Nueva York, no
se puede entrar sin bascas. Y cada vez que en alguna forma esto pedían
en Chicago los obreros, combinábanse los capitalistas, castígábanlos
negándole el trabajo que para ellos es la carne, el fuego y la luz;
echábanles encima la policía, ganas siempre de cebar sus porras en
cabezas de gente mal vestida; mataba la policía a veces a algún osado
que le resistía con piedras, o a algún niño; reducían los al fin por
hambre a volver a su trabajo, con el alma torva, con la miseria
enconada, con el decoro ofendido, rumiando venganza.
Escuchados
sólo por sus escasos sectarios, año sobre año venían reuniéndose los
anarquistas, organizados en grupos, en cada uno de los cuales había una
sección armada. En sus tres periódicos, de diverso matiz, abogaban
públicamente por la revolución social; declaraban, en nombre de la
humanidad, la guerra a la sociedad existente; decidían la ineficacia de
procurar una conversión radical por medios pacíficos, y recomendaban el
uso de la dinamita, como el arma santa del desheredado, y los modos de
prepararla.
No en sombra
traidora, sino a la faz de los que consideraban sus enemigos se
proclamaban libres y rebeldes, para emancipar al hombre, se reconocían
en estado de guerra, bendecían el descubrimiento de una sustancia que
por su poder singular había de igualar fuerzas y ahorrar sangre, y
excitaban al estudio y la fabricación del arma nueva, con el mismo frio
horror y diabólica calma de un tratado común de balística: se ven
círculos de color de hueso, -cuando se leen estas enseñanzas, -en un mar
de humareda: por la habitación, llena de sombra, se entra un duende,
roe una costilla humana, y se afila las uñas: para medir todo lo
profundo de la desesperación del hombre, es necesario ver si el espanto
que suele en calma preparar supera a aquel contra el que, con furor de
siglos, se levanta indignado, -es necesario vivir desterrado de la
patria o de la humanidad.
Los
domingos, el americano Parsons, propuesto una vez por sus amigos
socialistas para la Presidencia de la República, creyendo en la
humanidad como en su único Dios, reunía a sus sectarios para levantarles
el alma basta el valor necesario a su defensa. Hablaba a saltos, a
latigazos, a cuchilladas: lo llevaba lejos de si la palabra encendida.
Su
mujer, la apasionada mestiza en cuyo corazón caen como puñales los
dolores de la gente obrera, solía, después de él, romper en arrebatado
discurso, tal que dicen que con tanta elocuencia, burda y llameante, no
se pintó jamás el tormento de las clases abatidas; rayos los ojos,
metralla las palabras, cerrados los dos puños, y luego, hablando de las
penas de una madre pobre, tonos dulcìsimos e hilos de lágrimas.
Spies,
el director del “Arbeiter Zeitung”, escribìa como desde la cámara de la
muerte, con cierto frío de huesa: razonaba la anarquía: la pintaba como
la entrada deseable a la vida verdaderamente libre: durante siete años
explicó sus fundamentos en su periódico diario, y luego la necesidad de
la revolución, y por fin como Parsons en el “Alarm”, el modo de
organizarse para hacerla triunfar.
Leerlo es como poner el pie en el vacío. ¿Qué le pasa al mundo que da vueltas?
Spies
seguía sereno, donde la razón más firme siente que le falta el pie.
Recorta su estilo como si descascarase un diamante. Narciso fúnebre, se
asombra y complace de su grandeza. Mañana le dará su vida una pobre
niña, una niña que se prende a la reja de su calabozo como la mártir
cristiana se prendía de la cruz, y él apenas dejará caer de sus labios
las palabras frías, recordando que Jesús, ocupado en redimir a los
hombres, no amó a Magdalena.
Cuando
Spies arengaba a los obreros, desembarazándose de la levita que llevaba
bien, no era hombre lo que hablaba, sino silbo de tempestad, lejano y
lúgubre. Era palabra sin carne. Tendía el cuerpo hacia sus oyentes, como
un árbol doblado por el huracán: y parecía de veras que un viento
helado salía de entre las ramas, y pasaba por sobre las cabezas de los
hombres.
Metía la mano en
aquellos pechos revueltos y velludos, y les paseaba por ante los ojos,
les exprimía, les daba a oler las propias entrañas.
Cuando
la policía acababa de dar muerte a un huelguista en una refriega,
livido subía al carro, la tribuna vacilante de las revoluciones, y con
el horrendo incentivo su palabra seca relucía pronto y caldeaba, como un
carcaj de fuego. Se iba luego solo por las calles sombrías.
Engel,
celoso de Spies, pujaba por tener al anarquismo en pie de guerra, él a
la cabeza de una compañía: él donde se enseñaba a cargar el rifle o
apuntar de modo que diera en el corazón: él, en el sótano, las noches de
ejercicio, “para cuando llegue la gran hora”: él, con su “Anarchist” y
sus conversaciones, acusando a Spies de tibio, por envidia de su
pensamiento: él solo era el puro, el inmaculado, el digno de ser oído:
la anarquía, la que sin más espera deje a los hombres dueños de todo por
igual, es la única buena: perinola el mundo y él, -y él, el mango:
¡bien iría el mundo hacia arriba, “cuando los trabajadores tuvieran
vergüenza”, como la pelota de la perinola!
El
iba de un grupo a otro: él asistía al comité general anarquista,
compuesto de delegados de los grupos: él tachaba al comité de pusilánime
y traidor, porque no decretaba “con los que somos, nada más, con estos
ochenta que somos” la revolución de veras, la que quería Parsons, la que
llama a la dinamita “sustancia sublime”, la que dice a los obreros que
“vayan a tomar lo que les haga falta a las tiendas de State Street, que
son suyas las tiendas, que todo es suyo”: él es miembro del “Lehr und
Wehr Verein”, de que Spies es también miembro, desde que un ataque
brutal de la policía, que dejó en tierra a muchos trabajadores, los
provocó a armarse, a armarse para defenderse, a cambiar, como hacen
cambiar siempre los ataques brutales, la idea del periódico por el rifle
Springfield. Engel era el sol, como su propio rechoncho cuerpo: el
“gran rebelde”, el “autónomo”.
¿Y
Lingg? No consumía su viril hermosura en los amorzuelos enervantes que
suelen dejar sin jugo al hombre en los años gloriosos de la juventud,
sino que criado en una ciudad alemana entre el padre inválido y la madre
hambrienta, conoció la vida por donde es justo que un alma generosa la
odie. Cargador era su padre, y su madre lavandera, y él bello como
Tannhauser o Lobengrin, cuerpo de plata, ojos de amor, cabello opulento,
ensortijado y castaño. ¿A que su belleza, siendo horrible el mundo?
Halló su propia historia en la de la clase obrera, y el bozo le nació
aprendiendo a hacer bombas. ¡Puesto que la infamia llega al rincón del
globo, el estallido ha de llegar al cielo!
Acababa
de llegar de Alemania: veintidós años cumplía: lo que en los demás es
palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas, porque, salvo
en los hombres, de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para
libertarse de ella haya natural dar la muerte.
Y
mientras Schwab, nutrido en la lectura de los poetas, ayuda a escribir a
Spies, mientras Fielden, de bella oratoria, va de pueblo en pueblo
levantando las almas al conocimiento de la reforma venidera, mientras
Fischer alienta y Neebe organiza, él, en un cuarto escondido, con cuatro
compañeros, de los que uno lo ha de traicionar, fabrica bombas, como en
su “Ciencia de la guerra revolucionaria” manda Most, y vendada la boca,
como aconseja Spies en el “Alarm”, rellena la esfera mortal de
dinamita, cubre el orificio con un casquillo, por cuyo centro corre la
mecha que en lo interior acaba en fulminante, y, cruzado de brazos,
aguarda la hora.
Y así iban en
Chicago adelantando las fuerzas anárquicas, con tal lentitud, envidias y
desorden intestinos, con tal diversidad de pensamientos sobre la hora
oportuna para la rebelión amada, con tal escasez de sus espantables
recursos de guerra, y de los fieros artífices prontos a elaborarlos, que
el único poder cierto de la anarquía, desmelenada dueña de unos cuantos
corazones encendidos, era el furor que en un instante extremo produjese
el desdén social en las masas que la rechazan. El obrero, que es hombre
y aspira, resiste, con la sabiduría de la naturaleza, la idea de un
mundo donde queda aniquilado el hombre; pero cuando, fusilado en granel
por pedir una hora libre para ver a la luz del sol a sus hijos, se
levanta del charco mortal apartándose de la frente, como dos cortinas
rojas, las crenchas de sangre, puede el sueño de muerte de un trágico
grupo de locos de piedad, desplegando las alas humeantes, revolando
sobre la turba siniestra, con el cadáver clamoroso en las manos,
difundiendo sobre los torvos corazones la claridad de la aurora
infernal, envolver como turbia humareda las almas desesperadas.
La
ley, ¿no los amparaba? La prensa exasperándolos con su odio en vez de
aquietarlos con justicia, ¿no los popularizaba? Sus periódicos,
creciendo en indignación con el desdén y en atrevimiento con la
impunidad, ¿no circulaban sin obstáculos? Pues ¿qué querían ellos,
puesto que es claro a sus ojos que se vive bajo abyecto despotismo, que
cumplir el deber que aconseja la declaración de independencia
derribándolo, y sustituirlo con una asociación libre de comunidades que
cambien entre sí sus productos equivalentes, se rijan sin guerra por
acuerdos mutuos y se eduquen conforme a ciencia sin distinción de raza,
iglesia o sexo? ¿No se estaba levantando la nación, como manada de
elefantes, que dormía en la yerba, con sus mismos dolores y sus mismos
gritos? ¿No es la amenaza verosímil del recurso de fuerza, medio
probable aunque peligroso, de obtener por intimidación lo que no logra
el derecho? Y aquellas ideas suyas, que se iban atenuando con la
cordialidad de los privilegiados tal como con su desafío e iban trocando
en rifle y dinamita, ¿no nacían de lo más puro de cm piedad, exaltada
hasta la insensatez por el espectáculo de la miseria irremediable, y
ungida, por la esperanza de tiempos justos y sublimes? ¿No había sido
Parsons, el evangelista del jubileo universal, propuesto para la
Presidencia de la República? ¿No había luchado Spies con ese programa en
las elecciones como candidato a un asiento en el Congreso? ¿No les
solicitaban los partidos políticos sus votos, con la oferta de respetar
la propaganda de sus doctrinas? ¿Cómo habían de creer criminales los
actos y palabras que les permitía la ley? Y ¿no fueron las fiestas, de
sangre de la policía, ebria del vino del verdugo como toda plebe
revestida de autoridad, las que decidieron a armarse a los más bravos?
Lingg,
el recién llegado, odiaba con la terquedad del novicio a Spies, el
hombre de idea, irresoluto y moroso: Spies, el filósofo del sistema, lo
dominaba por aquel mismo entendimiento superior; pero aquel arte y
grandeza que aún en las obras de destrucción requiere la cultura,
excitaban la ojeriza del grupo exiguo de irreconciliables, que en Engel,
enamorado de Lingg, veían su jefe propio. Engel, contento de verse en
guerra con el universo, medía su valor por su adversario.
Parsons,
celoso de Engel que le emula en pasión, se une a Spies, como el héroe
de la palabra y amigo de las letras. Fielden, viendo subir en su ciudad
de Londres la cólera popular creía, prendado de la patria cuyo egoísta
amor prohíbe su sistema, ayudar con el fomento de la anarquía en América
el triunfo difícil de los ingleses desheredados. Engel -“ha llegado la
hora”: Spies: -“¿habrá llegado esta terrible hora?“: Lingg, revolviendo
con una púa de madera arcilla y nitroglicerina:-“¡ya verán, cuando yo
acabe mis bombas, si ha llegado la hora!“: Fielden, que ve levantarse,
contusa y temible de un mar a otro de los Estados Unidos, la casta
obrera, determinada a pedir como prueba de su poder que el trabajo se
reduzca a ocho horas diarias, recorre los grupos, unidos sólo hasta
entonces en el odio a la opresión industrial y a la policía que les da
caza y muerte, y repite: – “si, amigos, si no nos dejan ver a nuestros
hijos al sol, ha llegado la hora”.
Entonces
vino la primavera amiga de los pobres; y sin el miedo del frío, con la
fuerza que da la luz, con la esperanza de cubrir con los ahorros del
invierno las primeras hambres, decidió un millón de obreros, repartidos
por toda la república, demandar a las fábricas que, en cumplimiento de
la ley desobedecida, no excediése el trabajo de las ocho horas legales.
¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí; véalos
volver, como bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche;
véalos venir de sus tugurios distantes, tiritando los hombres,
despeinadas y lívidas las mujeres, cuando aún no ha cesado de reposar el
mismo sol!
En Chicago, adolorido
y colérico, segura de la resistencia que provocaba con sus alardes,
alistado el fusil de motín, la policía, y, no con la calma de la ley,
sino con la prisa del aborrecimiento, convidaba a los obreros a duelo.
Los
obreros, decididos a ayudar por el recurso legal de la huelga su
derecho, volvían la espalda a los oradores lúgubres del anarquismo y a
los que magullados por la porra o atravesados por la bala policial,
resolvieron, con la mano sobre sus heridas, oponer en el próximo ataque
hierro a hierro.
Llegó marzo. Las
fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los
obreros que fueron a presentarles su demanda. En masa, como la orden de
los Caballeros del Trabajo lo dispuso, abandonaron los obreros las
fábricas. El cerdo se pudría sin envasadores que lo amortajarán, mugían
desatendidos en los corrales los ganados revueltos; mudos se levantaban,
en el silencio terrible, los elevadores de granos que como hilera de
gigantes vigilan el río. Pero en aquella sorda calma, como el oriflama
triunfante del poder industrial que vence al fin en todas las
contiendas, salía de las segadoras de McCormick, ocupadas por obreros a
quienes la miseria fuerza a servir de instrumentos contra sus hermanos,
un hilo de humo que como negra serpiente se tendía, se enroscaba, se
acurrucaba sobre el cielo azul.
A
los tres días de cólera, se fue llenando una tarde nublada el Camino
Negro, que así se llama el de McCormick, de obreros airados que subían
calle arriba, con la levita al hombro, enseñando el puño cerrado al hilo
de humo: ¿no va siempre el hombre, por misterioso decreto, adónde lo
espera el peligro, y parece gozarse en escarbar su propia miseria?:
“¡allí estaba la fábrica insolente, empleando, para reducir a los
obreros que luchan contra el hambre y el frío, a las mismas víctimas
desesperadas del hambre!: ¿no se va a acabar, pues, este combate por el
pan y el carbón en que por la fuerza del mal mismo se levantan contra el
obrero sus propios hermanos?: pues ¿no es ésta la batalla del mundo, en
que los que lo edifican deben triunfar sobre los que lo explotan?: ¡de
veras, queremos ver de qué lado llevan la cara esos traidores!” Y hasta
ocho mil fueron llegando, ya al caer de la tarde; sentándose en grupos
sobre las rocas peladas; andando en hileras por el camino tortuoso;
apuntando con ira a las casuchas míseras que se destacan, como manchas
de lepra, en el áspero paisaje.
Los
oradores, que hablan sobre las rocas, sacuden con sus invectivas aquel
concurso en que los ojos centellean y ven temblar las barbas. El orador
es un carrero, un fundidor, un albañil: el humo de McCormick caracolea
sobre el molino: ya se acerca la hora de salida: “¡a ver qué cara nos
ponen esos traidores!“: “¡fuera, fuera ese que habla, que es un
socialista! . . .”
Y el que
habla, levantando como con las propias manos los dolores más recónditos
de aquellos corazones iracundos, excitando a aquellos ansiosos padres a
resistir hasta vencer, aunque los hijos les pidan pan en vano, por el
bien duradero de los hijos, el que habla es Spies: primero lo abandonan,
después lo rodean, después se miran, se reconocen en aquella implacable
pintura, lo aprueban y aclaman: “¡ése, que sabe hablar, para que hable
en nuestro nombre con las fábricas!” Pero ya los obreros han oído la
campana de la suelta en el molino: ¿qué importa lo que está diciendo
Spies?: arrancan todas las piedras del camino, corren sobre la fábrica,
¡y caen en trizas todos los cristales! ¡Por tierra, al ímpetu de la
muchedumbre, el policía que le sale al paso!; “¡ aquéllos, aquéllos son,
blancos como muertos, los que por el salario de un día ayudan a oprimir
a sus hermanos!” ¡piedras! Los obreros del molino, en la torre, donde
se juntan medrosos, parecen fantasmas: Vomitando fuego viene camino
arriba, bajo pedrea rabiosa, un carro de patrulla de la policía, uno al
estribo vaciando el revólver, otro al pescante, los de adentro agachados
se abren paso a balazos en la turba, que los caballos arrollan y
atropellan: saltan del carro, fórmanse en batalla, y cargan a tiros
sobre la muchedumbre que a pedradas y disparos locos se defiende. Cuando
la turba acorralada por las patrullas que de toda la ciudad acuden, se
asila, para no dormir, en sus barrios donde las mujeres compiten en ira
con los hombres, a escondidas, a fin de que no triunfe nuevamente su
enemigo, entierran los obreros seis cadáveres.
¿No
se ve hervir todos aquellos pechos? ¿juntarse a los anarquistas?
¿escribir Spies un relato ardiente en su “Arbeiter Zeitung”? ¿reclamar
Engel la declaración de que aquélla es por fin la hora? ¿poner Lingg,
que meses atrás fue aporreado en la cabeza por la patrulla, las bombas
cargadas en un baúl de cuero? ¿acumularse, con el ataque ciego de la
policía, el odio que su brutalidad ha venido levantando? “¡A las armas,
trabajadores! dice Spies en una circular fogosa que todos leen
estremeciéndose: “¡a las armas, contra los que os matan porque
ejercitaìs vuestros derechos de hombre!” “¡Mañana nos
reuniremos”-acuerdan los anarquistas-“y de manera y en lugar que les
cueste caro vencernos si nos atacan!” “Spies, pon ruhe en tu “Arbeiter”:
Ruhe quiere decir que todos debemos ir armados.” Y de la imprenta del
“Arbeiter” salió la circular que invitaba a los obreros, con permiso del
corregidor, para reunirse en la plaza de Haymarket a protestar contra
los asesinatos de la policía.
Se
reunieron en número de cincuenta mil, con sus mujeres y sus hijos, a oír
a los que les ofrecían dar voz a su dolor; pero no estaba la tribuna,
como otras veces, en lo abierto de la plaza, sino en uno de sus recodos,
por donde daba a dos oscuras callejas. Spies, que había borrado del
convite impreso las palabras: “Trabajadores a las armas”, habló de la
injuria con cáustica elocuencia, mas no de modo que sus oyentes
perdieran el sentido, sino tratando con singular moderación de
fortalecer sus ánimos para las reformas necesarias: “¿Es esto Alemania, o
Rusia, o España?” decía Spies, Parsons, en los instantes mismos en que
el corregidor presenciaba la junta sin interrumpirla, declamó, sujeto
por la ocasión grave y lo vasto del concurso, uno de sus editoriales
cien veces impunemente publicados. Y en el instante en que Fielden
preguntaba en bravo arranque si, puestos a morir, no era lo mismo acabar
en un trabajo bestial o caer defendiéndose contra el enemigo, -nótase
que la multitud se arremolina; que la policía, con fuerza de ciento
ochenta, viene revólver en mano, calle arriba. Llega a la tribuna:
íntima la dispersión; no cejan pronto los trabajadores; “¿qué hemos
hecho contra la paz?” dice Fielden saltando del carro; rompe la policía
el fuego.
Y entonces se vio
descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo.
Tiembla la tierra; húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen
rugiendo, unos sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los
gritos de un moribundo desgarran el aire. Repuesta la policía, con
valor sobrehumano, salta por sobre sus compañeros a bala graneada contra
los trabajadores que le resisten: “¡huimos sin disparar un tiro!” dicen
unos; “apenas intentamos resistir”, dicen otros; “nos recibieron a
fuego raso”, dice la policía. Y pocos instantes después no había en el
recodo funesto más que camillas, pólvora y humo. Por zaguanes y sótanos
escondían otra vez los obreros a sus muertos. De los policías, uno muere
en la plaza: otro, que lleva la mano entera metida en la herida, la
saca para mandar a su mujer sin último aliento; otro, que sigue a pie,
va agujereado de piés a cabeza; y los pedazos de la bomba de dinamita,
al rozar la carne, la habían rebanado como un cincel.
¿Pintar
el terror de Chicago, y de la República? Spies les parece Robespierre;
Engel, Marat; Parsons, Dantón. ¿Qué?: ¡menos!; ésos son bestias feroces,
Tinvilles, Henriots, Chaumettes, ¡los que quieren vaciar el mundo viejo
por un caño de sangre, los que quieren abonar con carne viva el mundo!
¡A lazo cáceseles por las calles, como ellos quisieron cazar ayer a un
policía! ¡salúdeseles a balazos por dondequiera que asomen, como sus
mujeres saludaban ayer a los “traidores” con huevos podridos! ¿No dicen,
aunque es falso, que tienen los sótanos llenos de bombas? ¿No dicen,
aunque es falso también, que sus mujeres, furias verdaderas, derriten el
plomo, como aquellas de París que arañaban la pared para dar cal con
que hacer pólvora a sus maridos? ¡Quememos este gusano que nos come!.
¡Ahí están, como en los motines del Terror, asaltando la tienda de un
boticario que denunció a la policía el lugar de sus juntas, machacando
sus frascos, muriendo en la calle como perros, envenenados con el vino
de colchydium! ¡abajo la cabeza de cuantos la hallan asomado! ¡A la
horca las lenguas y los pensamientos! Spies, Schwab y Fischer caen
presos en la imprenta, donde la policía halla una carta de Johann Most,
carta de sapo, rastrera y babosa, en que trata a Spies como íntimo
amigo, y le habla de las bombas, de “la medicina”, y de un rival suyo,
de Paulus el Grande “que anda que se lame por los pantanos de ese perro
periódico de Shevitch”. A Fielden, herido, lo sacan de su casa. A Engel y
a Neebe, de su casa también. Y a Lingg, de su cueva: ve entrar al
policía; le pone al pecho un revólver, el policía lo abraza: y él y
Lingg, que jura y maldice, ruedan luchando, levantándose, cayendo en el
zaquizamí lleno de tuercas, escoplos y bombas: las mesas quedan sin pie,
las sillas sin espaldar; Lingg casi tiene ahogado a su adversario,
cuando cae sobre él otro policía que lo ahoga: ¡ni inglés habla siquiera
este mancebo que quiere desventrar la ley inglesa! Trescientos presos
en un día. Está espantado el país, repletas las cárceles.
¿El
proceso? Todo lo que va dicho, se pudo probar; pero no que los ocho
anarquistas, acusados del asesinato del policía Degan, hubiesen
preparado, ni encubierto siquiera, una conspiración que rematase en su
muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas
comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas
eran semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba,
según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su
discurso, contemplaba la multitud desde una casa vecina. El perjuro fue
quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que
se prendió la mecha de la bomba. Que Lingg cargó -con otro hasta un
rincón cercano a la plaza el baúl de cuero. Que la noche de los seis
muertos del molino acordaron los anarquistas, a petición de Engel,
armarse para resistir nuevos ataques, y publicar en el “Arbeiter” la
palabra “ruhe”. Que Spies estuvo un instante en el lugar donde se tomó
el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa
rimeros de “manuales de guerra revolucionaria”!. Lo que sí se probó con
prueba plena, fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó
la bomba era un desconocido. Lo que sí sucedió fue que Parsons, hermano
amado de un noble general del Sur, se presentase un día espontáneamente
en el tribunal a compartir la suerte de sus compañeros. Lo que si
estremece es la desdicha de la leal Nina Van Zandt, que prendada de la
arrogante hermosura y dogma humanitario de Spies, se le ofreció de
esposa en el dintel de la muerte, y -de mano de su madre, de distinguida
familia, casó en la persona de su hermano con el preso; llevó a su reja
día sobre día el consuelo de su amor, libros y flores; publicó con sus
ahorros, para allegar recursos a la defensa, la autobiografía soberbia y
breve de su desposado: y se fue a echar de rodillas a los pies del
gobernador. Lo que sí pasma es la tempestuosa elocuencia de la mestiza
Lucy Parsons, que paseó los Estados Unidos, aquí rechazada, allí
silbada, allá presa, hoy seguida de obreros llorosos, mañana de
campesinos que la echan como a bruja, después de catervas crueles de
chicuelos, para “pintar al mundo el horror de la condición de castas
infelices, mayor mil veces que el de los medios propuestos para
terminarlo”. ¿El proceso? Los siete fueron condenados a muerte en la
horca, y Neebe a la penitenciaría, en virtud de un cargo especial de
conspiración de homicidio de ningún modo probado, por explicar en la
prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda les permitía la
ley; ¡y han sido castigadas en Nueva York, en un caso de excitación
directa a la rebeldía, con doce meses de cárcel y doscientos cincuenta
pesos de multa! ¿Quién que castiga crímenes, aun probados, no tiene en
cuenta las circunstancias que los precipitan, las pasiones que los
atenúan, y el móvil con que se cometen? Los pueblos, como los médicos,
han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar
que florezca en toda su pujanza para combatir el mal desenvuelto por su
propia culpa, con medios sangrientos y desesperados.
Pero
no han de morir los siete. El año pasa. La Suprema Corte, en dictamen
indigno del asunto, confirma la sentencia de muerte. ¿Qué sucede
entonces, sea remordimiento o miedo, que Chicago pide clemencia con el
mismo ‘ardor con que pidió antes castigo: que los gremios obreros de la
república envían al fin a Chicago sus representantes para que intercedan
por los culpables de haber amado la causa obrera con exceso; que iguala
el clamor de odio de la nación al impulso de piedad de los que
asistieron, desde la crueldad que lo provocó al crimen?
La
prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proceso,
pinta a los siete condenados como bestias dañinas, pone todas las
mañanas sobre la mesa de almorzar, la imagen de los policías
despedazados por la bomba; describe sus hogares desiertos, sus niños
rubios como el oro, sus desoladas viudas. ¿Qué hace ese viejo
gobernador, que no confirma la sentencia? ¡Quién nos defenderá mañana,
cuando se alce el monstruo obrero, si la policía ve que el perdón de sus
enemigos los anima a reincidir en el crimen! ¡Qué ingratitud para con
la policía, no matar a esos hombres! “¡No!“, grita un jefe de la
policía, a Nina Van Zandt, que va con su madre a pedirle una firma de
clemencia sin poder hablar del llanto. ¡Y ni una mano recoge de la pobre
criatura el memorial que uno por uno, mortalmente pálida, les va
presentando!
¿Será vana la
súplica de Félix Adler, la recomendación de los jueces del Estado, el
alegato magistral en que demuestra la torpeza y crueldad de la causa
Trumbull? La cárcel es jubileo: de la ciudad salen y entran repletos los
trenes: Spies, Fielden y Schwab han firmado, a instancias de su
abogado, una carta al gobernador donde aseguran no haber intentado nunca
recursos de fuerza: los otros no, los otros escriben al gobernador
cartas osadas: “¡la libertad, o la muerte, a que no tenemos miedo!” ¿Se
salvará ese cínico de Spies, ese implacable Engel, ese diabólico
Parsons? Fielden y Schwab acaso se salven, porque el proceso dice de
ellos poco, y, ancianos como son, el gobernador los compadece, que es
también anciano.
En romería van
los abogados de la defensa, los diputados de los gremios obreros, las
madres, esposas y hermanas de los reos, a implorar por su vida, en
recepción interrumpida por los sollozos, ante el gobernador. ¡Allí, en
la hora real, se vio el vacío de la elocuencia retórica! ¡Frases ante la
muerte! “señor, dice un obrero, ¿condenarás a siete anarquistas a morir
porque un anarquista lanzó una bomba contra la policía, cuando los
tribunales no han querido condenar a la policía de Pinkerton, porque uno
de sus soldados mató sin provocación de un tiro a un niño obrero?” Sí:
el gobernador los condenará; la república entera le pide que los condene
para ejemplo: ¿quién puso ayer en la celda de Lingg las cuatro bombas
que descubrieron en ella los llaveros?: ¿de modo que esa alma feroz
quiere morir sobre las ruinas de la cárcel, símbolo a sus ojos de la
maldad del mundo? ¿a quién salvará por fin el gobernador Oglesby la
vida?
¡No será a Lingg, de cuya
celda, sacudida por súbita explosión sale, como el vapor de un cigarro,
un hilo de humo azul! Allí está Lingg tendido vivo, despedazado, la cara
un charco de sangre, los dos ojos abiertos entre la masa roja: se puso
entre los dientes una cápsula de dinamita que tenía oculta en el lujoso
cabello, con la bujía encendió la mecha, y se llevó la cápsula a la
barba: lo cargan brutalmente: lo dejan caer sobre el suelo del baño:
cuando el agua ha barrido los coágulos, por entre los jirones de carne
caída se le ve la laringe rota, y, como las fuentes de un manantial,
corren por entre los rizos de su cabellera, vetas de sangre. ¡Y
escribió! ¡Y pidió que lo sentaran! ¡Y murió a las seis horas -cuando ya
Fielden y Schwab estaban perdonados, cuando convencidas de la
desventura de sus hombres, las mujeres, las mujeres sublimes, están
llamando por última vez, no con flores y frutas como en los días de la
esperanza, sino pálidas como la ceniza, a aquellas bárbaras puertas!
La
primera es la mujer de Fischer: ¡la muerte se le conoce en los labios
blancos! Lo esperó sin llorar: pero ¿saldrá viva de aquel abrazo
espantoso?: ¡así, así se desprende el alma del cuerpo! El la arrulla, le
vierte miel en los oídos, la levanta contra su pecho, la besa en la
boca, en el cuello, en la espalda. “¡Adiós!“: la aleja de sí, y se va a
paso firme, con la cabeza baja y los brazos cruzados. Y Engel ¿cómo
recibe la visita postrera de su hija? ¿no se querrán, que ni ella ni él
quedan muertos? ¡oh, sí la quiere, porque tiemblan los que se llevaron
del brazo a Engel al recordar, como de un hombre que crece de súbito
entre sus ligaduras, la luz llorosa de su última mirada! “¡Adiós, mi
hijo!” dice tendiendo los brazos hacia él la madre de Spies, a quien
sacan lejos del hijo ahogado, a rastras. “¡Oh, Nina, Nina!” exclama
Spies apretando a su pecho por primera y última vez a la viuda que no
fue nunca esposa: y al borde de la muerte se la ve florecer, temblar
como la flor, deshojarse como la flor, en la dicha terrible de aquel
beso adorado.
No se la llama
desmayada, no; sino que, conocedora por aquel instante de la fuerza de
la vida y la beldad de la muerte, tal como Ofelia vuelta a la razón,
cruza, jacinto vivo, por entre los alcaides, que le tienden respetuosos
la mano. Y a Lucy Parsons no la dejaron decir adiós a su marido, porque
lo pedía, abrazada a sus hijos, con el calor y la furia de las llamas.
Y
ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintado
de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al
hombro, por sobre el voceo y risas de los carceleros y escritores,
mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeo
incesante del telégrafo que el “Sun” de Nueva York tenía en el mismo
corredor establecido, y culebreaba, reñía, se desbocaba, imitando, como
una dentadura de calavera, las inflexiones de la voz del hombre, por
sobre el silencio que encima de todos estos ruidos se cernía, oíanse los
últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor
se levantaba el cadalso. “¡Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el
alcaide!” “El verdugo hablará, escondido en la garita del fondo, de la
cuerda que sujeta el pestillo de la trampa.” “La trampa está firme, a
unos diez pies del suelo. ” “No: los maderos de la horca no son nuevos:
los han repintado de ocre, para que parezcan bien en esta ocasión;
porque todo ha de hacerse decente, muy decente.” “Sí, la milicia está a
mano: y a la cárcel no se dejará acercar a nadie.” “¡De veras que Lingg
era hermoso!” Risas, tabacos, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los
reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean,
bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas,
mira al cadalso un gato… ¡cuando de pronto una melodiosa voz, llena de
fuerza y sentido, la voz de uno, de estos hombres a quienes se supone
fieras humanas, trémula primero, vibrante enseguida, pura luego y
serena, como quien ya se siente libre de polvo y ataduras, resonó en la
celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba “El Tejedor” de
Henry Keine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos
en alto:
Con ojos secos, lúgubres y ardientes,
Rechinando los dientes,
Se sienta en su telar el tejedor:
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Dios que implora en vano,
En invierno tirano
Muerto de hambre el jayán en su obrador!
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza:
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso rey del poderoso
Cuyo pecho orgulloso
Nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
Y como a perros luego el rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
Y como yedra crece
Vasto y sin tasa el público baldón;
Donde la tempestad la flor avienta
Y el gusano con poder se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien noche y día
Tierra maldita, tierra sin honor!
Con mano firme tu capuz zurcimos:
Tres veces, tres, la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!
Y
rompiendo en sollozos se dejó Engel caer sentado en su litera,
hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la
cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los
barrotes, estremecidos los escritores y los alcaides, suspenso el
telégrafo, Spies a medio sentar. Parsons de pie en su celda, con los
brazos abiertos, como quien va a emprender el vuelo.
El
día sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra
voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de
conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer,
vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche, para
descansar mejor ; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando
sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
“¡Oh,
Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar
la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera la
alcaidía!” – “Porque” -responde Fischer, clavando una mano sobre el
brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojo “creo que mi
muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y
amo yo más que a mi vida misma, la causa del trabajador, -¡y porque mi
sentencia es parcial, ilegal e injusta!” “¡Pero, Engel, ahora que son
las ocho de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir,
cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los
maullidos lúgubres del gato, en el rastreo de las voces, y los pies,
estás leyendo que la sangre se te hiela, cómo no tiemblas, Engel!“
-“¿Temblar porque me han vencido aquellos a quienes hubiera querido yo
vencer ? Este mundo no, me parece justo; y yo he batallado, y batallo
ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi
muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrasado una
causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por
ella? ¡No: alcaide, no quiero drogas: quiero vino de Oporto!” Y uno
sobre otro se bebe tres vasos… Spies, con las piernas cruzadas, como
cuando pintaba para el “Arbeiter Zeitung” el universo dichoso, color de
llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines,
escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus
sobres, y una u otra vez deja descansar la pluma, para echar al aire,
reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros
de humo: ;oh, patria, rafs de la vida, que aun a los que te niegan por
el amor más vasto a la humanidad, acudes y confortas, como aire y como
luz, por mil medios sutiles! “Sí, alcaide, dice Spies, beberé un vaso de
vino del Rhin!“… Fischer, Fischer alemán, cuando el silencio comenzó a
ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los
banquetes callan a la vez, como ante solemne aparición, los concurrentes
todos, prorrumpió, iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las
estrofas de “La Marsellesa” que cantó con la cara vuelta al cielo…
Parsons a grandes pasos mide d cuarto: tiene delante un auditorio
enorme, un auditorio de ángeles que surgen resplandecientes de la bruma,
y l ofrecen, para que como astro purificante cruce el mundo, la capa de
fuego del profeta Elías: tiende las manos, como para recibir el don,
vuélvese hacia la reja, como para enseñar a los matadores de su triunfo:
gesticula, argumenta, sacude d puño alzado, y la palabra alborotada al
dar contra los labios se le extingue, como en la arena movediza se
confunden y perecen las olas.-
Llenaba
de fuego el sol las celdas de tres de los reos, que rodeados de
lóbregos muros parecían, como el bíblico, vivos en medio de las llamas,
cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso,el
alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de sangre
que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian, lo que oyen
sin inmutarse, que es aquélla la hora!
Salen
de sus celdas al pasadizo angosto: ¿Bien?-“¡Bien!“; Se dan la mano,
sonríen, crecen. “¡vamos!” El médico les había dado estimulantes: a
Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse
sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda
; les sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas: les ciñen
los brazos al cuerpo con una faja de cuero: les echan por sobre la
cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja
blanca: ¡abajo la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del
cadalso como en un teatro! Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a
cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido: al lado
de cada reo, marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores
los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su
misma mortaja, magnífica la frente: Fischer le sigue, robusto y
poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el
sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va
a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones.
Parsons, como si tuviese miedo a no morir, fiero, determinado, cierra la
procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa:
las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria
es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo
radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha
hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el
otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons,
les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las
cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies, mientras están cubriendo
las cabezas de sus compañeros, con un acento que a los que lo oyen le
entra en las carnes: “‘La voz que vais a sofocar será más poderosa en lo
futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora.” Fischer dice,
mientras atiende el corchete a Engel: “¡Este es el momento más feliz de
mi vida!” “¡Hurra por la anarquía!” dice Engel, que había estado
moviendo bajo el sudario hacia el alcaide las manos amarradas. “¡Hombre y
mujeres de mi querida América…” empieza a decir Parsons. Una seña, un
ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire,
dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y
cesa: Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello
entero, estira y encoge las piernas, muere: Engel se mece en su sayón
flotante, le sube y baja el pecho como la marejada, y se ahoga: Spies,
en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva,
se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna,
extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea: y al fin expira, rota
la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores.
Y
dos días después, dos días de escenas terribles en las casas, de
desfile constante de amigos llorosos; ante los cadáveres amoratados, de
señales de duelo colgadas en puertas miles bajo una flor de seda roja,
de muchedumbres reunidas con respeto para poner a los pies de los
ataúdes rosas y guirnaldas, Chicago asombrado vio pasar tras las músicas
fúnebres, a que precedía un soldado loco agitando como desafío un
pabellón americano, el ataúd de Spies, oculto bajo las coronas; el de
Parsons, negro, con catorce artesanos atrás que cargaban presentes
simbólicos de flores; el de Fischer, ornado con guirnalda colosal de
lirio y clavellinas; los de Engel y Lingg, envueltos en banderas rojas,
-y los carruajes de las viudas, recatadas hasta los pies por velos de
luto, -y sociedades, gremios, vereins, orfeones, diputaciones,
trescientas mujeres en masa, con crespón al brazo, seis mil obreros
tristes y descubiertos que llevaban al pecho la rosa encarnada.
Y
cuando desde el montículo del cementerio, rodeado de veinticinco mil
almas amigas, bajo el cielo sin sol que allí corona estériles llanuras,
habló el capitán Black, el pálido defensor vestido de negro, con la mano
tendida sobre los cadáveres:-“¿Qué es la verdad, -decía, en tal
silencio que se oyó gemir a las mujeres dolientes y al concurso, -¿qué
es la verdad que desde que el de Nazareth la trajo al mundo no la conoce
el hombre hasta que con sus brazos la levanta y la paga con la muerte?
¡Estos
no son felones abominables, sedientos de desorden, sangre y violencia,
sino hombres que quisieron la paz, y corazones llenos de ternura, amados
por cuantos los conocieron y vieron de cerca el poder y la gloria de
sus vidas: su anarquía era el reinado del orden sin la fuerza: su sueño,
un mundo nuevo sin miseria y sin esclavitud: su dolor, el de creer que
el egoísmo no cederá nunca por la paz a la justicia: ¡oh cruz de
Nazareth, que en estos cadáveres se ha llamado cadalso!”
De
la tiniebla que a todos envolvía, cuando del estrado de pino iban
bajando los cinco ajusticiados a la fosa, salió una voz que se adivinaba
ser de barba espesa, y de corazón grave y agriado: “¡Yo no vengo a
acusar ni a ese verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha
estado hoy dando gracias a Dios en sus templos porque han muerto en la
horca estos hombres, sino a los trabajadores de Chicago, que han
permitido que les asesinen a cinco de sus más nobles amigos!“… La noche,
y la mano del defensor sobre aquel hombro inquieto, dispersaron los
concurrentes y los hurras: flores, banderas, muertos y afligidos,
perdíanse en la misma negra sombra: como de olas de mar venía de lejos
el ruido de la muchedumbre en vuelta a sus hogares. Y decía el “Arbeiter
Zeitung” de la noche, que al entrar en la ciudad recibió el gentío
ávido: “¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al
fin al mundo ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las
serpientes, e inofensivos como las palomas!”
José Martí.
La Nación, Buenos Aires, 1 de enero de 1888.
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